lunes, 8 de septiembre de 2008

ECONOMÍA RUSA: ENTRE LA URSS Y LOS NEO-CON

Reseña de Joseph E. Stiglitz (2002), El malestar de la globalización, Taurus; Capitulo 5, “¿Quién perdió a Rusia?”. Págs. 173-211.

En la introducción del capítulo en cuestión, el Profesor Stiglitz da una verdadera Cátedra de trabajo interdisciplinar de abordaje económico, político y social, a la hora de poner a prueba su hipótesis principal en relación a la pregunta que formula en el título del mismo: ¿A quién o quiénes culpamos de los catastróficos resultados en la sociedad y la economía rusa tras las la transición desde el comunismo al capitalismo?. Y la respuesta acierta en la corresponsabilidad del FMI, el BM, el Tesoro de los Estados Unidos y el gobierno de Rusia –ya que es quien se decide por un modelo de capitalismo salvaje recomendado por éstos y quien amplía la deuda externa que paga el pueblo ruso con pobreza y desigualdad social-.
Así, la implementación acelerada del capitalismo en la principal potencia comunista tras la caída del Muro de Berlín; los ajustes estructurales tras el endeudamiento ruso y una patrimonialización de la economía donde la oligarquía rusa ha sido la gran ganadora de esta catástrofe; ha sido impulsada por los fundamentalistas del mercado e implementada por un gobierno corrupto –corrupción que es definida por Stiglitz no desde un organicismo conservador, sino como la violación sistemática de la legalidad vigente-, que no ha dudado en beneficiar a sus amigos y perjudicar al pueblo ruso. Para lograrlo, ha vaciado de facultades a la Duma, deslegitimando la democracia representativa y mandando al traste a la división de poderes; caída en la calidad de la democracia que no ha interesado en absoluto a los fanáticos de la religión del mercado, preocupados únicamente por llevar a Rusia por el camino neoliberal de su capitalismo en el menor tiempo posible.

Para demostrar su hipótesis, y ya en la introducción, el autor realiza un abordaje desde la historia económica de Rusia. Y aunque señala la decadencia de la economía comunista implementada desde la Revolución de 1917, reconoce que la misma se preocupó por las transformaciones sociales que su implementación requería, frente a esta segunda transición que ha sido meramente económica. Así, los fundamentalistas del mercado (FMI, BM y EE UU), se han preocupado poco por la democracia rusa –desconocida por los Gobiernos de los Zares o por la “dictadura del proletariado” (o del PCUS)-, mirando con mayor recelo el triunfo de la socialdemocracia o de ex comunistas convertidos en reformadores-. Éstos llegaron al poder cada vez que en las repúblicas de Europa del Este donde primó el “socialismo real”, los pueblos pudieron elegir libremente, ya que los mismos han buscado alternativas gradualistas para insertarse en la globalización, poniendo en peligro el credo neoliberal.
También la República Popular China o los nacionalistas chinos de Taiwán son mostrados como ejemplos para Stiglitz: transiciones lentas y sumamente exitosas de la salida del control total del Estado hacia un control de la economía por parte del mercado; casos éstos donde se han tenido en cuenta las diferencias sociales e institucionales entre Oriente y el capitalismo occidental; ejemplos deliberadamente desconocidos por los consejeros de los gobiernos rusos tras la caída del Muro. Ni siquiera un número importante de intelectuales rusos han sido tomados en consideración. Desde distintas disciplinas científicas, advertían sobre los peligros de la velocidad de los cambios económicos en su país, ya que se sostenía que la revolución del mercado haría innecesarias las otras ciencias sociales que no fuera la Economía. Sin embargo, estos asesores se encontraron en Rusia con instituciones que, a pesar de tener nombres semejantes a aquellas que funcionaban en Occidente, no cumplían las mismas funciones por el control del Estado; como los bancos, las empresas o el mercado. Tampoco existían ni un mercado de vivienda ni un seguro de desempleo. Esta disparidad institucional ha hecho fracasar una implementación capitalista en Rusia, que desatendió esa realidad dispar antes de implantar la propiedad privada de manera vertiginosa en esa sociedad. Y es que en estos países, no solamente había que salir de una economía de guerra tras los padecimientos de la II Guerra Mundial como tuvieron que hacer exitosamente los EE UU, sino también transformar las estructuras sociales.
La liberalización temprana de los precios al comienzo de la revolución capitalista, trajo aparejada una hiperinflación, y las recetas del FMI y los EE UU se limitaron, de manera obsesiva, a la fórmula estabilización/liberalización/privatización, produciendo una muy grave reseción, mayor incluso que aquella que siguió a la II Guerra Mundial. A esto se le sumó la fuga de capitales de los oligarcas enriquecidos con esas recetas y por el gobierno ruso hacia otros mercados como los paraísos fiscales ante el descalabro del incipiente mercado en ese país. La forma inadecuada de privatización que los enriqueció, y la caída del PIB, endeudó la economía rusa, poniéndola en cesación de pagos ante la crisis asiática (que, como ya hemos visto en otra reseña, se originó en México).
Frente a esta situación, y por el temor de un incremento de la inflación, el FMI desaconsejó, a una economía que dependía de la exportación del petróleo con precios a la baja, el obvio camino de la devaluación. El resultado, fue la caída en picada del PIB y de los salarios.
Ante la suspensión de pagos por parte de Rusia, de la que Stiglitz hace corresponsable al FMI, la nueva receta de éste fue la propuesta de un gigantesco préstamo para rescatar a esa economía, que debía ser afrontado por aquella institución, el BM y al Gobierno de Japón. A pesar de algunas oposiciones internas en el BM, y tras conceder parte del préstamo el mismo FMI, y por presiones políticas del gobierno de Clinton –introduciendo Stiglitz un elemento de rigurosidad política-, el BM procedió a conceder su parte, pero fraccionada; haciendo una entrega y condicionando el resto de los pagos a aquella política de reestructuración de la economía rusa. Como la misma nunca llegó, solamente se confirmaron las expectativas del BM respecto al fracaso del préstamo. Así, el único aspecto positivo de esta crisis de 1998 en la economía de Rusia ha sido una devolución, que el autor considera como inevitable.

Seguidamente, el autor detalla con mayor profundidad las transiciones fallidas; el incremento de la pobreza y la desigualdad; las políticas erróneas que hicieron fracasar la transición: la estabilización y la manera en que se privatizó; el contexto social de la transición; y las terapias de choque frente a soluciones gradualistas como las propuestas por Stiglitz. Aunque a lo largo de este capítulo se demuestra sobradamente la hipótesis, sobre la que se vuelve en el último apartado, nos sorprende que en el mismo, a la hora de acusar de vanguardismo a las actuales autoridades rusas, se utilice para compararlas, casos como la Revolución francesa de 1789, la Comuna de París de 1871 y la Revolución bolchevique de 1917; diciendo Stiglitz que, en todos estos casos, el fracaso del modelo económico impuesto se debió a que los pueblos se oponían a los mismos –afirmación ésta que está lejos de ser demostrada-. Consideramos que la misma es innecesaria para demostrar el éxito del gradualismo tras la Revolución norteamericana y la importancia de generar en Rusia una clase media.
Sí que resulta interesante, para finalizar, la forma en que el autor cuestiona, desde ese lugar, la apropiación descontextualizada del teorema de otro premio Nobel, Ronald H. Coase –“para alcanzar la eficiencia son esenciales unos derechos de propiedad bien definidos”- por parte de los defensores de las terapias de choque como Andrei Shleifer.

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